martes, 2 de marzo de 2010

2.2 Formación de Valores del Profesional

2.2 El Profesional Integral.
Ética y formación profesional reencuentro.xoc.uam.mx/resumen.php?id=95&archivo=3-7-95vkm.pdf&titulo=Ética%20y%20formación%20p... - 7k -

En el contexto mundial, la tendencia dominante en la formación profesional es la propuesta de una formación integral que comprenda las capacidades y competencias para acceder al mundo del trabajo, pero también los valores y las actitudes que moldean la personalidad del sujeto y que contribuyen al logro de un desempeño comprometido y eficaz de su profesión, así como a un ejercicio responsable de la ciudadanía.
Los pilares de la formación integral son dos: la formación en competencias profesionales, y la formación ética, que requieren complementarse como dos dimensiones que se articulan para preparar al profesional del nuevo milenio.
En este marco, la ética profesional se ha situado como un componente dinámico y sustantivo de la formación integral, porque asegura una práctica responsable y eficaz al normar el buen uso de las capacidades profesionales, lo que resulta fundamental para enfrentar y resolver los complejos problemas de la sociedad contemporánea. La ética profesional puede cumplir esta función porque es:
La indagación sistemática acerca del modo de mejorar cualitativamente y elevar el grado de humanización de la vida social e individual, mediante el ejercicio de la profesión. Entendida como el correcto desempeño de la propia actividad en el contexto social en el que se desarrolla, debería ofrecer las pautas concretas de actuación y valores que habrían de ser potenciados. En el ejercicio de su profesión es donde el hombre encuentra los medios con que contribuir a elevar el grado de humanización de la vida personal y social.1
Desde nuestra perspectiva, la ética profesional es la expresión de una conciencia moral que posibilita el logro del bienestar social y contribuye a la realización plena del profesionista. Esto es así porque esta ética recupera y antepone a cualquier otro interés el sentido social de la profesión, que consiste en proporcionar a la sociedad los bienes y servicios que requiere para satisfacer sus necesidades. La ética profesional, como toma de conciencia moral, permite que el profesionista asuma el compromiso y la responsabilidad de contribuir a través de su práctica profesional a mejorar y elevar las condiciones de vida de una sociedad.
En el ejercicio de esa responsabilidad, el profesionista encuentra el camino para su realización, porque las aportaciones que hace a la sociedad implican el desarrollo pleno de sus capacidades profesionales, la búsqueda y el logro de la excelencia y de la calidad en la prestación de servicios y bienes. En este ámbito, la ética contribuye a mejorar la condición profesional y humana de la persona.
Es por ello, que la ética va más allá del conjunto de prohibiciones y deberes que se adquieren al formar parte de una comunidad profesional (códigos deontológicos), porque no se reduce a reglamentar la conducta, sino que impulsa y guía la realización de acciones que redunden en beneficio de la sociedad y del profesionista. Este carácter práctico que tiene la ética en el quehacer profesional permite reconocer que no forma parte del ámbito de las especulaciones filosóficas, sino que, como ética aplicada, genera efectos y acciones positivas. En este marco, los profesionistas que egresan de las instituciones de educación superior, al adquirir un conjunto de conocimientos especializados y de competencias profesionales, no sólo logran obtener el estatus y el poder de expertos especialistas en un área de conocimientos o campo de acción, sino también contraen la responsabilidad moral de hacer un buen uso de esas competencias profesionales porque la aplicación de esos conocimientos especializados inciden de manera directa o indirecta en las condiciones de vida y en el bienestar de la población.
La ética recupera la dimensión moral de las competencias profesionales al vincular su aplicación y uso con la responsabilidad profesional. Para Hortal (2002, pp. 82,230) la responsabilidad profesional involucra las siguientes dimensiones: a) Implica responder a las necesidades y problemáticas de la sociedad, proporcionando los bienes intrínsecos de la profesión como son la salud, la educación, la vivienda, la justicia etcétera, para lo cual es necesario que el profesionista anteponga éstos a los bienes extrínsecos que se refieren a la obtención de recompensas económicas, de poder, prestigio y de estatus. b) En el marco de la prestación de los bienes intrínsecos, la responsabilidad del profesionista se expresa también en realizar bien el servicio o la tarea y función que le ha sido encomendada. Esto significa hacer uso de la competencia especializada con el nivel de excelencia y de calidad que se esperan del profesionista en tanto que experto o especialista, porque constituye la manera en que aporta un beneficio a la sociedad. Estos aspectos que encierra la responsabilidad muestran que la ética profesional fortalece y enriquece la formación universitaria, ya que la formación
en la responsabilidad profesional no se limita a proporcionar principios y valores morales, sino que también involucra la preparación rigurosa y de calidad en las competencias profesionales para que el futuro profesionista pueda asumir esa responsabilidad hacia las demandas y necesidades sociales con el nivel de capacitación adquirido.

El principio de responsabilidad de la ética profesional contribuye también a la realización práctica
profesional eficaz, puesto que el compromiso de hacer bien las funciones y/o prestar un servicio desarrollando al máximo las capacidades profesionales, deviene en el logro de los productos y/o resultados que la sociedad o el cliente esperaban obtener con la intervención de un profesionista. La ética es también necesaria en la formación profesional, porque constituye un soporte del desarrollo de la personalidad y del carácter del sujeto que actualmente se consideran componentes estructurales de las capacidades profesionales.

En la sociedad contemporánea, la noción de calificación profesional como conjunto de conocimientos y habilidades asociadas a un puesto de trabajo y a la realización de tareas específicas está caducando, y en su lugar aparece una noción de competencias profesionales que incluyen no sólo conocimientos y destrezas, sino también el comportamiento, las actitudes, los valores y todas aquellas cualidades personales que le permitan al profesionista actuar con capacidad de autonomía, de juicio y de responsabilidad profesional y social. Este conjunto de cualidades, que dependen en gran medida de la personalidad y del carácter del profesionista, han adquirido el rango de calificaciones profesionales y son altamente valoradas en el mundo del trabajo, ya que tienen la misma importancia que el dominio de conocimientos y habilidades. En este sentido, la ética coadyuva a moldear la personalidad y el carácter del profesionista al dotarlo de principios y valores morales que norman su comportamiento y que posibilitan un proceder ético en su quehacer profesional. Asimismo, le proporciona el criterio y el juicio ético, que también contribuyen a fortalecer sus capacidades profesionales, puesto que tienen un papel activo en la toma de decisiones. Ana Hirsch señala las características que distinguen a la ética profesional para complementar y enriquecer las capacidades profesionales.
Tiene un doble cometido: utiliza en la actividad profesional criterios y principios de la ética básica
y aporta criterios o principios específicos. Su objetivo es proporcionar los elementos que se requieren para estructurar un proceder ético habitual en el mundo del ejercicio profesional. Se alimenta de dos fuentes: ética de las profesiones y criterios profesionales que aportan las disciplinas científicas. No le incumbe propiamente solucionar casos concretos, sino diseñar los valores, principios y procedimientos que los afectados deben tomar en cuenta en los diversos casos. Se trata de un marco reflexivo para la toma de decisiones (Hirsch, 2003, p.1).
Este marco reflexivo en el que se traduce la ética profesional refuerza la capacidad de respuesta del profesionista al proporcionarle principios, procedimientos y valores éticos que contribuyen a mejorar la elaboración de criterios y juicios propios, así como la elección y toma de decisiones, puesto que constituyen un referente necesario para discernir, valorar, ponderar y optar por alternativas de respuesta o de solución a las problemáticas propias de su profesión. El criterio y el juicio éticos como componentes de este marco reflexivo, contribuyen en gran medida a orientar la práctica profesional hacia la búsqueda y formulación de respuestas que sean posibles y viables de tener impacto en las condiciones de vida de la sociedad. La formación profesional no debe perder de vista que este marco reflexivo es expresión de una racionalidad que dota de sentido el hacer profesional, sin el cual el ejercicio profesional puede devenir en una práctica estrecha y limitada que se oriente al desempeño en sí mismo y se centre sólo en asegurar las acciones y ejecuciones. La ética profesional fortalece las capacidades transformadoras del profesionista, pero esto requiere de la integración de conocimientos, habilidades y destrezas, así como de actitudes y valores éticos. La articulación de la ética con la formación profesional resulta un reto, sin embargo, en el campo educativo se pueden reconocer diferentes perspectivas desde las cuales lograr esta integración.

Perspectivas para articular ética y formación profesional
a) La visión integral de los contenidos de enseñanza
Las actuales propuestas metodológicas de diseño curricular han integrado la formación en competencias profesionales y la ética a través de una nueva visión de los contenidos de enseñanza que recupera las tres dimensiones que estructuran a la formación integral: a) la dimensión conceptual y cognitiva (saber), la dimensión de aplicación y uso de los conocimientos (saber hacer), y la dimensión valorativa y actitudinal (ser). La visión común y tradicional de los contenidos de enseñanza que consideraba como sustancia de la misma sólo los conocimientos científicos denominados teóricos y/o conceptuales, ha sido desplazada por una visión que reconoce como contenidos de enseñanza “todo aquello que el medio escolar ofrece al alumno como posibilidad de aprender” (Bolívar Botía, 1993, p. 20). Esta concepción, si bien acepta que los contenidos conceptuales son fundamentales en la formación, no constituye la totalidad de aprendizajes, puesto que el alumno también adquiere habilidades y destrezas cognitivas y manuales al igual que asimila valores y actitudes que, de manera implícita o explícita, se transmiten en el proceso de enseñanza-
aprendizaje.
Desde esta perspectiva, los contenidos teóricos no se cancelan, simplemente no priman ni dominan en el currículo. Asimismo, estos contenidos ya no se conciben como un conjunto de conocimientos científicos ordenados sistemáticamente para su asimilación y acumulación. De acuerdo con Bolívar Botía (1993), el significado actual de estos contenidos es dinámico porque se concibe en el ámbito de la formación en el saber y, por ello, constituyen el soporte para el desarrollo de competencias cognitivas como son: el razonamiento lógico, el análisis, la síntesis, la inducción, la deducción, el pensamiento crítico, etcétera.
Las habilidades y destrezas que tradicionalmente se transmitían colateralmente a los contenidos teóricos de un modo informal o poco sistemático, han adquirido el estatus de contenidos que deben tener una planeación didáctica y se les denomina contenidos de procedimiento (Bolívar Botía,1993).
Estos contenidos se conciben como pilares de la formación porque estructuran el ámbito del saber hacer donde el alumno adquiere las habilidades y destrezas profesionales para la aplicación y uso del conocimiento como son: resolución de problemas, estrategias, diagnósticos, planeación, gestión, etcétera.
El aspecto sustantivo de esta visión de los contenidos es que rescata a los valores del ámbito de la ideología para situarlos como contenidos de la enseñanza que tienen el mismo peso y nivel de jerarquía que los contenidos teóricos y los de procedimiento. Con ello, se reconoce que los valores, lejos de distorsionar la formación, coadyuvan a una formación integral y adquieren un carácter sustantivo porque constituyen el ámbito del desarrollo moral donde se estructura la formación ética de los sujetos. Esta formación se asume desde distintas perspectivas que precisa Bolívar Botía (1993):
Educación moral en el sentido de orientación en principios, normas y criterios morales desde patrones de universalidad (no de adoctrinamiento); desarrollo de la capacidad de juicio y razonamiento sobre cuestiones y problemas morales; “educación en valores” término también muy utilizado, se refiere, en sentido más moralista, a la enseñanza de valores sociales, cívico-políticos, religiosos o estéticos. Por su parte, “la educación cívica”, en la tradición francesa, tiene el sentido de comprensión y aceptación de las normas morales, reglas de vida social y costumbres vigentes en una sociedad (internalización de normas y reglas) (Bolívar Botía, 1993, p. 166).
En un proyecto de formación universitario es pertinente recuperar este espacio curricular para la ética, poniendo a disposición, para su enseñanza, las dos fuentes de las que se nutre: los criterios, valores y principios propios de la profesión, así como los criterios y valores de las disciplinas científicas (Hirsch, 2003, p. 1). Este espacio curricular representa una oportunidad para formar a los
futuros profesionistas en principios fundamentales como la responsabilidad, la beneficencia, la autonomía y la justicia que contribuyen a un desarrollo ético de la profesión.
b) La formación de competencias profesionales en el marco de la ética profesional
La visión integral de las competencias profesionales es una aportación significativa para lograr la articulación de la ética con las otras dimensiones de la formación (la conceptual y aplicativa) porque recupera los valores como un componente de las capacidades que el profesionista aplica en su desempeño.
Desde “la visión holística o integrada toda competencia se plantea como un complejo de atributos generales (conocimientos, actitudes, valores y habilidades) requeridos para interpretar situaciones específicas y desempeñarse en ellas de manera inteligente” (Rojas Moreno, 2000, pp. 47-48).
Otro aspecto relevante de esta visión es que enlaza a la ética con la eficacia, al reconocer que el desempeño profesional eficiente no descansa sólo en competencias cognitivas y en las habilidades, ya que la obtención de resultados implica también la puesta en práctica de valores.

Sin embargo, es común que la formación de las competencias profesionales se oriente a la preparación técnica en las habilidades y destrezas específicas que capaciten al sujeto para la acción y la transformación, con la intención de que esa capacidad se concretice en un resultado y/o producto o en la solución de problemas. Se parte de la idea de que la capacidad para obrar se garantiza con una buena preparación en las destrezas de tipo manual o cognitiva, reduciendo con ello el saber hacer a una actividad técnica, “quedando al margen de los procedimientos el compromiso del sujeto, de su responsabilidad y el de la utilización ética de los procedimientos” (Bixio, 2001, p. 31).
De esta forma, es en el ámbito de la enseñanza de las competencias, donde se establece la división tajante entre la ética y las capacidades profesionales al desplazar los valores y actitudes que involucra el desempeño, y reducir la responsabilidad profesional a la realización técnica de las tareas o funciones profesionales.
Es por ello que resulta pertinente rescatar la visión de Cecilia Bixio (2001) sobre las competencias profesionales, al señalar que la formación de las mismas implica aprendizajes complejos porque comprende una preparación para “usar y aplicar adecuada, responsable y éticamente los conocimientos adquiridos” (Bixio, 2001, p. 34). En esta línea, la autora considera que la problemática
esencial en la enseñanza de los contenidos de procedimiento no reside tanto en la capacitación en habilidades y destrezas, sino en la formación de criterios éticos que contribuyan a la aplicación y uso de los conocimientos de manera responsable. Para la formación de criterios éticos es preciso el marco reflexivo que proporciona la ética profesional, en tanto que no sólo ofrece criterios, valores y principios, sino también abre un horizonte que permite identificar las múltiples dimensiones que encierra el problema al que se dirige la acción, así como el contexto y/o características de la situación específica y, sobre todo, permite la toma de conciencia de las repercusiones que acompañan a la acción. Esto es así porque la ética profesional posibilita una visión integral de la realidad que resulta fundamental para discernir o emitir juicios, y tomar decisiones.
Pero para que la ética profesional pueda cumplir esta función dinámica, es necesario que se articule con los otros saberes de la formación, para lo cual requiere de la interdisciplinariedad. Esto lo precisa Hortal (2002):
El reto que plantea la enseñanza de una ética profesional en la Universidad es ofrecer una verdadera ética reflexiva y crítica sobre el saber y el quehacer profesional, una ética que intente orientar las conductas profesionales pero entroncando con el pensamiento ético actual e intentando establecer un diálogo interdisciplinar con los saberes especializados en los que se basa el ejercicio de cada profesión (Hortal, 2002, p. 15).
Este diálogo interdisciplinar no puede realizarse a través del modelo positivista de la ciencia donde
cada ciencia y área de conocimiento permanecen aisladas y encapsuladas en sus dominios de conocimiento sin reconocer los vínculos comunes y las relaciones que pueden establecer con otras disciplinas y saberes. Por esta razón, en el campo educativo han surgido propuestas que cuestionan el modelo de ciencia positivista que aún prevalece en las universidades, y plantean alternativas importantes para lograr el vínculo de la ciencia con la ética.
c) El cambio de paradigma: la interdisciplinariedad
François Vallaeys (2002, p. 6) considera que la recuperación de la dimensión ética en la formación profesional sólo puede ser resultado de un cambio de paradigma del saber y de la educación que desplace la visión positivista de la ciencia en el que se sustenta el enfoque de la racionalidad instrumental y técnica, que predomina en la producción y transmisión del conocimiento en las universidades.
De acuerdo con Curráis Porrúa y Pérez Fríos (1994-1995), el paradigma positivista establece una separación tajante entre ciencia y ética con base en la dicotonomía entre hechos y valores, entre medios y fines, entre teoría y práctica, que contribuyó al triunfo de la razón instrumental y a relegar tanto a la ética como a la racionalidad axiológica al ámbito de la subjetividad.
Para Batallosa Navas (1998) el paradigma positivista se ha traducido, en el ámbito educativo, en la dicotonomía entre productos y procesos educativos.
Desde el enfoque de la racionalidad técnica, el hecho educativo es una acción técnica que desemboca en productos o resultados concretos, como son el índice de aprobación y de eficiencia, el número de egresados y la cantidad de titulados con los cuales la educación da cuenta de la función social que cumple en la sociedad. En esta visión no cabe la dimensión ética porque no considera a los procesos educativos que constituyen el ámbito de la formación de la personalidad y del carácter, así como del criterio y del juicio ético. La separación radical entre los procesos y los productos determina la dinámica contradictoria que asume la formación profesional y que incide en la calidad de los profesionales que egresan de las universidades, pues la acreditación y el título universitario no garantizan que cuenten con una formación integral suficiente para lograr un desarrollo profesional responsable, acompañado de su realización personal, así como una participación comprometida con la sociedad como ciudadanos del nuevo milenio.
Esto lo especifica Batallosa Navas (1998): Esta dicotonomía entre productos y procesos educativos que formaarte de los sistemas educativos produce paradojas, sobre todo cuando se comprueba que el éxito académico no se corresponde necesariamente con el desarrollo personal, que la acreditación no se correlaciona con la existencia de ciudadanos más formados o más educados o que la existencia de graduados no se expresa en términos de madurez personal y en consecuencia moral (Batallosa Navas, 1998, p. 1)
Dentro de la dicotomía entre procesos y productos, emerge la visión de la formación de competencias profesionales normada por la racionalidad técnica que enfatiza la obtención de resultados o productos como fin de la aplicación eficaz de las habilidades y destrezas técnicas. En contrapartida, Cecilia Bixio (2001), desde la visión constructivista, recupera los procesos que involucra el aprendizaje significativo de los contenidos de procedimiento, que incluye la posibilidad de que el sujeto construya sus propios procedimientos o formas de hacer rescatando el carácter creativo e innovador de las capacidades profesionales que contribuye, en gran medida, a posibilitar la obtención de resultados. Asimismo, la formación en el criterio ético para el uso y aplicación responsable de los conocimientos sólo puede situarse en el ámbito de los procesos que involucra el aprendizaje complejo del saber hacer profesional.
Para Vallaeys, el paradigma positivista encierra un saber ciego y cojo que cancela las posibilidades de integrar la dimensión ética en la formación profesional porque: “a) fragmenta el saber científico en especializaciones y disciplinas cada vez más separadas; b) simplifica la realidad humana compleja al negar las dimensiones antropológicas, culturales, afectivas, éticas, históricas que son centrales en la comprensión del fenómeno humano, c) rehúsa terminantemente a cualquier juicio de valor en nombre de los enunciados de hechos” (Vallaeys, 2002, pp. 7,18).
La fragmentación del saber se traduce, en el currículo universitario, en disciplinas, áreas de conocimiento y especializaciones que se concretizan en un conjunto de asignaturas que, por lo general, se encuentran desconectadas entre sí, lo cual no posibilita la integración de los conocimientos y saberes que estructuran la formación profesional, reduciendo esta formación a la yuxtaposición de conocimientos, habilidades y valores que, en ocasiones, se contraponen.
Es común considerar que la formación integral es posible a través de un currículo que contemple asignaturas teóricas o disciplinarias (contenidos conceptuales), asignaturas teórico-prácticas (contenidos de procedimiento), y asignaturas de ética profesional o de valores (valores científicos y profesionales como contenidos). Para Vallaeys (2002) esta forma de organización curricular por ámbitos o ejes de conocimiento, reproduce la fragmentación del saber y con ello la dicotonomía entre ciencia y ética.
La formación de las competencias profesionales por ámbitos de conocimientos se traduce en una especialización reduccionista y excluyente que determina que el estudiante se perfile a dominar una parcela restringida de conocimiento o un área específica de acción, dejando de lado la interrelación con otros conocimientos. En esta lógica, la ética profesional permanece como un ámbito de conocimiento independiente y ajeno a los otros saberes profesionales y sólo puede funcionar como un “complemento” añadido a la formación.
Resulta problemático que la ética entronque con el modelo positivista de la ciencia para enriquecer la formación, porque este modelo sustenta la separación de la ciencia y de la ética con base en una visión unidimensional del conocimiento y de la realidad en donde la ciencia constituye el ámbito de los hechos, de la objetividad y de la verdad, mientras que la ética queda reducida al ámbito de la subjetividad, de los valores y principios que cada quien puede asumir de manera personal.
En esta visión, el conocimiento científico es el que nutre las capacidades transformativas del sujeto, mientras que la ética recrea su espíritu. Por eso, para Vallaeys (2002, p. 2), la articulación de la ciencia con la ética sólo puede ser posible mediante el paradigma del pensamiento complejo, la trans e interdiciplinariedad que reconocela interrelación e interdependencia de las disciplinas y saberes, que une la teoría y la práctica, los hechos y los valores. Es en este marco donde la ética profesional puede asumir su dimensión interdisciplinaria, porque permite encontrar y articular sus vínculos y relaciones con los otros saberes que conforman la formación profesional.

No hay comentarios: